LA SOCIEDAD Y EL FENÓMENO DEL PÁNICO / S. Freud

it's over | Akuma Aizawa

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El fenómeno del pánico, observable en las masas militares con mayor claridad que en ninguna otra formación colectiva, nos demuestra también que la esencia de una multitud consiste en los lazos libidinosos existentes en ella. El pánico se produce cuando tal multitud comienza a disgregarse y se caracteriza por el hecho de que las órdenes de los jefes dejan de ser obedecidas, no cuidándose ya cada individuo sino de sí mismo, sin atender para nada a los demás. Rotos así los lazos recíprocos, surge un miedo inmenso e insensato. Naturalmente, se nos objetará aquí que invertimos el orden de los fenómenos y que es el miedo el que, al crecer desmesuradamente, se impone a toda clase de lazos y consideraciones. Mac Dougall ha llegado incluso a utilizar el caso del pánico (aunque no del militar) como ejemplo modelo de su teoría de la intensificación de los afectos por contagio (primary induction). Pero esta explicación racionalista es absolutamente insatisfactoria, pues lo que se trata de explicar es precisamente por qué el miedo ha llegado a tomar proporciones tan gigantescas.

Ello no puede atribuirse a la magnitud del peligro, pues el mismo Ejército, que en un momento dado sucumbe al pánico, puede haber arrostrado impávido, en otras ocasiones semejantes, peligros mucho mayores, y la esencia del pánico está precisamente en carecer de relación con el peligro que amenaza y desencadenarse, a veces, por causas insignificantes. Cuando el individuo integrado en una masa en la que ha surgido el pánico comienza a no pensar más que en sí mismo, demuestra con ello haberse dado cuenta del desgarramiento de los lazos afectivos que hasta entonces disminuían a sus ojos el peligro. Ahora que se encuentra ya aislado ante él, tiene que estimarlo mayor. Resulta, pues, que el miedo al pánico presupone el relajamiento de la estructura libidinosa de la masa y constituye una justificada reacción al mismo, siendo errónea la hipótesis contraria de que los lazos libidinosos de la masa quedan destruidos por el miedo ante el peligro.

Estas observaciones no contradicen la afirmación de que el miedo colectivo crece hasta adquirir inmensas proporciones bajo la influencia de la inducción (contagio). Esta teoría de Mac Dougall resulta exacta en aquellos casos en los que el peligro es realmente grande y no existen en la masa sólidos lazos afectivos, circunstancias que se dan, por ejemplo, cuando en un teatro o una sala de reuniones estalla un incendio. Pero el caso más instructivo y mejor adaptado a nuestros fines es el de un Cuerpo de Ejército invadido por el pánico ante un peligro que no supera la medida ordinaria y que ha sido afrontado otras veces con perfecta serenidad. Por cierto que la palabra «pánico» no posee una determinación precisa e inequívoca. A veces se emplea para designar el miedo colectivo, otras es aplicada al miedo individual, cuando el mismo supera toda medida, y otras, por último, parece reservada a aquellos casos en los que la explosión del miedo no se muestra justificada por las circunstancias. Dándole el sentido de «miedo colectivo», podremos establecer una amplia analogía. El miedo del individuo puede ser provocado por la magnitud del peligro o por la ruptura de lazos afectivos (localizaciones de la libido). Este último caso es el de la angustia neurótica. Del mismo modo se produce el pánico por la intensificación del peligro que a todos amenaza o por la ruptura que los lazos afectivos que garantizaban la cohesión de la masa, y en este último caso, la angustia colectiva presenta múltiples analogías con la angustia neurótica.

Viendo, como Mac Dougall, en el pánico una de las manifestaciones más características del group mind, se llega a la paradoja de que esta alma colectiva se disolvería por sí misma en una de sus exteriorizaciones más evidentes, pues es indudable que el pánico significa la disgregación de la multitud, teniendo, por consecuencia, la cesación de todas las consideraciones que antes se guardaban recíprocamente los miembros de la misma. La causa típica de la explosión de un pánico es muy análoga a la que nos ofrece Nestroy en su parodia del drama Judith y Holofernes, de Hebbel. En esta parodia grita un guerrero: «El jefe ha perdido la cabeza», y todos los asirios emprenden la fuga. Sin que el peligro aumente, basta la pérdida del jefe -en cualquier sentido- para que surja el pánico. Con el lazo que los ligaba al jefe desaparecen generalmente los que ligaban a los individuos entre sí, y la masa se pulveriza como un frasquito boloñés al que se le rompe la punta.

Sigmund Freud

Psicología de las masas y análisis del yo / 1920-1

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LA MORAL SEXUAL “CULTURAL” Y LA NERVIOSIDAD MODERNA (VIII)

Quentin Massys, III-Matched Lovers. 1525

Quentin Massys, III-Matched Lovers. 1525

Al tratar de la abstinencia no se suele distinguir suficientemente dos formas de la misma: la abstención de toda de toda actividad sexual en general y la abstención del comercio sexual con el sexo contrario. Muchas personas que se vanaglorian de la abstinencia no la mantienen, quizá, sino con el auxilio de la masturbación o de prácticas análogas relacionadas con las actividades autoeróticas de la primera infancia. Pero precisamente a causa de esta relación, tales medios sustitutivos de satisfacción sexual no son nada inofensivos, pues crean una disposición a aquellas numerosas formas de neurosis y psicosis que tienen por condición la regresión de la vida sexual a sus formas infantiles. Tampoco la masturbación corresponde a las exigencias ideales de la moral sexual cultural y provoca en el ánimo de los jóvenes aquellos mismos conflictos con el ideal educativo a los que intentaban sustraerse por medio de la abstinencia. Además, pervierte el carácter en más de un sentido, haciéndole adquirir hábitos perjudiciales, pues, en primer lugar, y conforme a la condición prototípica de la sexualidad, le acostumbra a alcanzar fines importantes sin esfuerzo alguno, por caminos fáciles y no mediante un intenso desarrollo de energía, y en segundo, eleva el objeto sexual, en las fantasías concomitantes a la satisfacción, a perfecciones difíciles de hallar luego en la realidad. De este modo ha podido proclamar un ingenioso escritor (Karl Kraus), invirtiendo los términos, que “el coito no es sino un subrogado insuficiente del onanismo”.

La severidad de las normas culturales y la dificultad de observar la abstinencia han coadyuvado a concretar esta última en la abstención del coito con personas de sexo distinto y a favorecer otras prácticas sexuales equivalentes, por decirlo así, a un semiobediencia. Dado que el comercio sexual normal es implacablemente perseguido por la moral –y también por la higiene, a causa de la posibilidad de contagio–, ha aumentado considerablemente en importancia social aquellas prácticas sexuales, entre individuos de sexo diferente, a las que se da el nombre de perversas y en las cuales es usurpada por otras partes del cuerpo la función de los genitales. Pero estas prácticas no pueden ser consideradas tan innocuas como otras análogas transgresiones cometidas en el comercio sexual; son condenables desde el punto de vista ético, puesto que convierten las relaciones eróticas entre dos seres, de algo muy fundamental, en un cómodo juego sin peligro ni participación anímica. Otra de las consecuencias de la restricción de la vida sexual normal ha sido el incremento de la satisfacción homosexual. A todos aquellos que ya son homosexuales por su organización o han pasado a serlo en la niñez viene a agregarse un gran número de individuos de edad adulta, cuya libido, viendo obstruido su curso principal, deriva por el canal secundario homosexual.

Todas estas secuelas inevitables e indeseadas de la abstinencia impuesta por nuestra civilización concluyen en una consecuencia común, consistente en trastornar fundamentalmente la preparación al matrimonio, el cual había de ser, no obstante, según la intención de la moral sexual cultural, el único heredero de las tendencias sexuales. Todos aquellos hombres que a consecuencia de prácticas sexuales onanistas o perversas han enlazado su libido a situaciones y condiciones distintas de las normales desarrollan en el matrimonio una potencia disminuida. Igualmente, las mujeres que sólo mediante tales ayudas han conseguido conservar su virginidad muestran en el matrimonio una anestesia total para el comercio sexual normal. Esto matrimonios, en los que ambos cónyuges adolecen ya, desde un principio, de una disminución de sus facultades eróticas sucumben mucho más rápidamente al proceso de disolución. A causa de la escasa potencia del hombre, la mujer queda insatisfecha y permanece anestésica aun en aquellos casos en que su disposición a la frigidez, obra de la educación, hubiera cedido a la acción de intensas experiencias sexuales. Para tales parejas resulta aún más difícil que para las sanas evitar la concepción, pues la potencia disminuida del hombre soporta mal el empleo de medidas preventivas. En esta perplejidad el comercio conyugal queda pronto interrumpido, como fuente de preocupaciones y molestias, y abandonado así el fundamento de la vida matrimonial.

Sigmund Freud

(La moral sexual “cultural” y la nerviosidad moderna  I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX)

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LA MORAL SEXUAL «CULTURAL» Y LA NERVIOSIDAD MODERNA (VI)

Grant Wood, American Gothic. 1930

Grant Wood, American Gothic. 1930

Surgen aquí tres interrogaciones.

1.ª Cuál es la labor que las exigencias de tercer grado de cultura plantean al individuo.
2.ª Si la satisfacción sexual legítima perdida consigue ofrecer una compensación aceptable de la renuncia exigida.
3.ª Cuál es la proporción entre los daños eventuales de tal renuncia y sus provechos culturales.

La respuesta a la primera cuestión roza un problema varias veces tratado ya y cuya discusión no es posible agotar aquí: el problema de la abstinencia sexual. Lo que nuestro tercer grado de cultura exige al individuo es, en ambos casos, la abstinencia hasta el matrimonio o hasta el fin de la vida para aquellos que no lo contraigan. La afirmación, grata a todas las autoridades, de que la abstinencia sexual no trae consigo daño alguno ni es siquiera difícil de observar, ha sido sostenida también por muchos médicos. Pero no es arriesgado asegurar que la tarea de dominar por medios distintos de la satisfacción un impulso tan poderoso como el instinto sexual es tan ardua que puede acaparar todas las energías del individuo. El dominio por medio de la sublimación, esto es, por la desviación de las fuerzas instintivas sexuales hacia fines culturales elevados, no es asequible sino a una limitada minoría, y aun a ésta sólo temporalmente y con máxima dificultad durante la fogosa época juvenil. La inmensa mayoría sucumbe a la neurosis o sufre otros distintos daños. La experiencia demuestra que la mayor parte de las personas que componen nuestra sociedad no poseen el temple constitucional necesario para la labor que plantea la observación de abstinencia. Aquellos que hubieran enfermado dada una menor restricción sexual, enferman antes y más intensamente bajo las exigencias de nuestra moral sexual cultural contemporánea, pues contra la amenaza de la tendencia sexual normal por disposiciones defectuosas o trastornos del desarrollo no conocemos garantía más segura que la misma satisfacción sexual. La libido estancada se hace apta para percibir algunos de los puntos débiles que jamás faltan en la estructura de una vita sexualis y se abre paso por él hasta la satisfacción sustitutiva neurótica en forma de síntomas patológicos. Aprendiendo a penetrar en la condicionalidad de las enfermedades nerviosas se adquiere pronto la convicción de que su incremento en nuestra sociedad moderna procede del aumento de las restricciones sexuales.

Tócanos examinar ahora la cuestión de si el comercio sexual dentro del matrimonio legítimo puede ofrecer una compensación total de la restricción sexual anterior al mismo. El material en que fundamentar una respuesta negativa se nos ofrece tan abundante, que sólo muy sintéticamente podremos exponerlo. Recordaremos, ante todo, que nuestra moral sexual cultural restringe también el comercio sexual aun dentro del matrimonio mismo, obligando a los cónyuges a satisfacerse con un número por lo general muy limitado de concepciones. Por esta circunstancia no existe tampoco en el matrimonio un comercio sexual satisfactorio más que durante algunos años, de los cuales habrá de deducir, además, aquellos períodos en los que la mujer debe ser respetada por razones higiénicas. Al cabo de estos tres, cuatro o cinco años, el matrimonio falla por completo en cuanto ha prometido la satisfacción de las necesidades sexuales, pues todos los medios inventados hasta el día para evitar la concepción disminuyen el placer sexual, repugnan a la sensibilidad de los cónyuges o son directamente perjudiciales para la salud. El temor a las consecuencias del comercio sexual hace desaparecer primero la ternura física de los esposos y más tarde, casi siempre, también la mutua inclinación psíquica destinada a recoger la herencia de la intensa pasión inicial. Bajo la desilusión anímica y la privación corporal, que es así el destino de la mayor parte de los matrimonios, se encuentran de nuevo transferidos los cónyuges al estado anterior a su enlace, pero con una ilusión menos y sujetos de nuevo a la tarea de dominar y desviar su instinto sexual. No hemos de entrar a investigar en qué medida lo logra el hombre llegado a plena madurez; la experiencia nos muestra que hace uso frecuente de la parte de libertad sexual que aún en el más riguroso orden sexual le concede, si bien en secreto y a disgusto. La “doble” moral sexual existente para el hombre en nuestra sociedad es la mejor confesión de que la sociedad misma que ha promulgado los preceptos restrictivos no cree posible su observancia.

Por su parte, las mujeres que, en calidad de sustratos propiamente dichos de los intereses sexuales de los hombres, no poseen sino en muy escasa medida el don de la sublimación, y para las cuales sólo durante la lactancia pueden constituir los hijos una sustitución suficiente del objeto sexual; las mujeres, repetimos, llegan a contraer, bajo el influjo de las desilusiones aportadas por la vida conyugal graves neurosis que perturban duraderamente su existencia. Bajo las actuales normas culturales, el matrimonio ha cesado de ser hace mucho tiempo el remedio general de todas las afecciones nerviosas de la mujer. Los médicos sabemos ya, por el contrario, que para “soportar” el matrimonio han de poseer las mujeres una gran salud, y tratamos de disuadir a nuestros clientes de contraerlo con jóvenes que ya de solteras han dado muestras de nerviosidad. Inversamente, el remedio de la nerviosidad originada por el matrimonio sería la infidelidad conyugal. Pero cuanto más severamente educada ha sido una mujer y más seriamente se ha sometido a las exigencias de la cultura, tanto más temor le inspira este recurso, y en su conflicto entre sus deseos y sus deberes busca un refugio en la neurosis. Nada protege tan seguramente su virtud como la enfermedad. El matrimonio, ofrecido como perspectiva consoladora a instinto sexual del hombre culto durante toda la juventud, no llega, pues, a constituir siquiera una solución durante su tiempo. No digamos ya a compensar la renuncia anterior.

Sigmund Freud

(La moral sexual “cultural” y la nerviosidad moderna  I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX)

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LA MORAL SEXUAL «CULTURAL» Y LA NERVIOSIDAD MODERNA (III)

Louis Marcoussis, Figures on a Beach. 1930

Louis Marcoussis, Figures on a Beach. 1930

Una continua y penetrante observación clínica nos autoriza a distinguir en los estados neuropatológicos dos grandes grupos: las neurosis propiamente dichas y las psiconeurosis. En las primeras los síntomas somáticos o psíquicos parecen ser de naturaleza tóxica, comportándose idénticamente a los fenómenos consecutivos a una incorporación exagerada o a una privación repentina de ciertos tóxicos del sistema nervioso. Estas neurosis –sintetizadas generalmente bajo el concepto de neurastenia– pueden ser originadas, sin que sea indispensable la colaboración de una tara hereditaria, por ciertas anormalidades nocivas de la vida sexual, correspondiendo precisamente la forma de la enfermedad a la naturaleza especial de dichas anormalidades, y ello de tal manera que del cuadro clínico puede deducirse directamente muchas veces la especial etiología sexual. Ahora bien: entre la forma de la enfermedad nerviosa y las restantes influencias nocivas de la cultura, señaladas por los distintos autores, no aparece jamás tal correspondencia regular. Habremos, pues, de considerar el factor sexual como el más esencial en la causación de las neurosis propiamente dichas.

En las psiconeurosis es más importante la influencia hereditaria y menos transparente la causación. Un método singular de investigación, conocido con el nombre de psicoanálisis, ha permitido descubrir que los síntomas de estos padecimientos histeria, neurosis obsesiva, etc.) son de carácter psicógeno y dependen de la acción de complejos inconscientes (reprimidos) de representaciones. Este mismo método nos ha llevado también al conocimiento de tales complejos, revelándonos que integran en general un contenido sexual, pues nacen de las necesidades sexuales de individuos insatisfechos y representan para ellos una especie de satisfacción sustitutiva. De este modo habremos de ver en todos aquellos factores que dañan la vida sexual, cohíben su actividad o desplazan sus fines, factores patógenos también de las psiconeurosis.

El valor de la diferenciación teórica entre neurosis tóxica y neurosis psicógena no queda disminuido por el hecho de que en la mayoría de las personas nerviosas puedan observarse perturbaciones de ambos orígenes.

Aquellos que se hallen dispuestos a buscar conmigo la etiología de la nerviosidad en ciertas anormalidades nocivas de la vida sexual leerán con interés los desarrollos que siguen, destinados a insertar el tema del incremento de la nerviosidad en un más amplio contexto.

Nuestra cultura descansa totalmente en la coerción de los instintos. Todos y cada uno hemos renunciado a una parte de las tendencias agresivas y vindicativas de nuestra personalidad, y de estas aportaciones ha nacido la común propiedad cultural de bienes materiales e ideales. La vida misma, y quizá también muy principalmente los sentimientos familiares, derivados del erotismo, han sido los factores que han motivado al hombre a tal renuncia, la cual ha ido haciéndose cada vez más amplia en el curso del desarrollo de la cultura. Por su parte, la religión se ha apresurado a sancionar inmediatamente tales limitaciones progresivas, ofrendando a la divinidad como un sacrificio cada nueva renuncia a la satisfacción de los instintos y declarando “sagrado” el nuevo provecho así aportado a la colectividad. Aquellos individuos a quienes una constitución indomable impide incorporarse a esta represión general de los instintos son considerados por la sociedad como “delincuentes” y declarados fuera de la ley, a menos que su posición social o sus cualidades sobresalientes les permitan imponerse como “grandes hombres” o como “héroes”.

El instinto sexual –o, mejor dicho, los instintos sexuales, pues la investigación analítica enseñan que el instinto sexual es un compuesto de muchos instintos parciales– se halla probablemente más desarrollado en el hombre que en los demás animales superiores, y es, desde luego, en él mucho más constante, puesto que ha superado casi por completo la periodicidad, a la cual aparece sujeto en los animales. Pone a la disposición de la labor cultural grandes magnitudes de energía, pues posee en alto grado la peculiaridad de poder desplazar su fin sin perder grandemente en intensidad. Esta posibilidad de cambiar el fin sexual primitivo por otro, ya no sexual, pero psíquicamente afín al primero, es lo que designamos con el nombre de capacidad de sublimación. Contrastando con tal facultad de desplazamiento que constituye su valor cultural, el instinto sexual es también susceptible de tenaces fijaciones, que lo inutilizan para todo fin cultural y lo degeneran, conduciéndolo a las llamadas anormalidades sexuales. La energía original del instinto sexual varía probablemente en cada cual e igualmente, desde luego, su parte su parte susceptible de sublimación. A nuestro juicio, la organización congénita es la que primeramente decide qué parte del instinto podrá ser susceptible de sublimación en cada individuo; pero, además, las influencias de la vida y la acción del intelecto sobre el aparato anímico consiguen sublimar otra nueva parte. Claro está que este proceso de desplazamiento no puede ser continuado hasta lo infinito, como tampoco puede serlo la transformación del calor en trabajo mecánico en nuestras maquinarias. Para la inmensa mayoría de las organizaciones parece imprescindible cierta medida de satisfacción sexual directa, y la privación de esta medida, individualmente variable, se paga con fenómenos que, por su daño funcional y su carácter subjetivo displaciente, hemos de considerar como patológicos.

Sigmund Freud

(La moral sexual “cultural” y la nerviosidad moderna  I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX)

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