«Oh Príncipe, jefe de entronizadas
Potestades, que llevaste a la guerra
Y en orden de batalla a serafines
Bajo tu mando, y en osadas proezas
Y temibles, peligrar hiciste al Rey
Perpetuo de los Cielos, desafiando
Su alta supremacía, conseguida
Por la fuerza, la suerte o el destino.
Demasiado bien veo y me lamento
De este horrible suceso, que mediante un
Derrocamiento aciago y una injusta
Derrota nos ha hecho perder el Cielo,
Y todas estas huestes poderosas
Así yacen, en destrucción horrenda
Aniquiladas, hasta el punto en que
Las celestes esencias y los dioses
Pueden serlo; pues la mente y el espíritu
Permanecen invencibles, y el vigor
Pronto vuelve, por más que nuestra gloria,
Extinta con nuestro feliz estado,
En eterna desdicha se haya hundido.
Pero ¿y si nuestro Vencedor (a quien
Ahora creo de hecho omnipotente,
Ya que nadie como él podido hubiera
Nuestras fuerzas destruir) nos ha dejado
El espíritu y el vigor enteros
Para sufrir y aguantar más las penas,
Y así colmar su ira vengativa,
O hacerle más servicio como esclavos
De guerra, cualquiera su intención fuera,
Aquí en el centro del Infierno, en llamas
Trabajando o cumpliendo sus mandatos
En la profundidad más tenebrosa?
¿De qué valdrá que íntegro sintamos
Nuestro vigor o nuestro ser eterno
Para sufrir un eterno castigo?»
John Milton
El paraíso perdido, ver. 120-150