LA MORAL SEXUAL «CULTURAL» Y LA NERVIOSIDAD MODERNA (IX) (Final)

Edvard Munch, The Dead Mother. 1900

Edvard Munch, The Dead Mother. 1900

Todas las personas peritas en estas materias habrán de reconocer que no exagero en modo alguno, sino que me limito a describir hechos comprobables en todo momento. Para los no iniciados ha de resultar increíble lo raro que es hallar en los matrimonios situados bajo el imperio de nuestra moral sexual cultural una potencia normal del marido, y lo frecuente, en cambio, de la frigidez de la mujer. No sospechan, ciertamente, cuántos renunciamientos trae consigo, a veces para ambas partes, el matrimonio, ni a lo que queda reducida la felicidad de la vida conyugal, tan apasionadamente deseada. Ya indicamos que en tales circunstancias el desenlace más próximo es la enfermedad nerviosa. Describiremos ahora en qué forma actúa tal matrimonio sobre el hijo único o los pocos hijos de él nacidos. A primera vista nos parece encontrarlos, en estos casos, ante una transferencia hereditaria, qué, detenidamente examinada, resulta no ser sino el efecto de intensas impresiones infantiles. La mujer no satisfecha por su marido y, a consecuencia de ello neurótica, hace objeto a sus hijos de una exagerada ternura, atormentada por constantes zozobras, pues concentra en ellos su necesidad de amor y despierta en ellos una prematura madurez sexual. Por otro lado, el desacuerdo reinante entre los padres excita la vida sentimental del niño y le hace experimentar, ya en la más tierna edad, amor, odio y celos. Luego, la severa educación que no tolera actividad alguna a esta vida sexual tan tempranamente despertada, interviene como poder represor, y el conflicto surgido así en edad tan tierna del sujeto integra todos los factores precisos para la causación de una nerviosidad que ya no le abandonará en toda su vida. 

Vuelvo ahora a mi afirmación anterior de que al juzgar las neurosis no se les concede, por lo general, toda su verdadera importancia. Al hablar así no me refiero a aquella equivocada apreciación de estos estados que se manifiesta en un descuido absoluto por parte de los familiares del enfermo y en las seguridades, eventualmente dadas por los médicos, de unas cuantas semanas de tratamiento hidroterápico o algunos meses de reposo conseguirán dar al traste con la enfermedad. Esta actitud no es adoptada hoy en día más que por gentes ignorantes, sean o no médicos, o tienden tan sólo a procurar al paciente un consuelo de corta duración. Por lo general, se sabe ya que una neurosis crónica, si bien no destruye por completo las facultades del enfermo, representa para él una pesada carga, tan pesada quizá como una tuberculosis o una enfermedad del corazón. Aún podríamos darnos en cierto modo por conformes si las neurosis se limitaran a excluir de la labor cultural a cierto número de individuos, de todos modos débiles, consintiendo participar en ella a los demás, a costa sólo de algunas molestias subjetivas. Pero lo que sucede, y a ello se refiere precisamente mi afirmación inicial, es que la neurosis, sea cualquiera el individuo a quien ataque, sabe hacer fracasar, en toda la amplitud de su radio de acción, la intención cultural, ejecutando así la labor de las fuerzas anímicas, enemigas de la cultura y por ello reprimidas. De este modo, si la sociedad paga con un incremento de la nerviosidad la docilidad a sus preceptos restrictivos, no podrá hablarse de una ventaja social obtenida mediante sacrificios individuales, sino de un sacrificio totalmente inútil. Examinemos, por ejemplo, el caso frecuentísimo de una mujer que no quiere a su marido porque las circunstancias que presidieron su enlace y la experiencia de su ulterior vida conyugal no le han aportado motivo alguno para quererle, pero que desearía querer amarle, por ser esto lo único que corresponde al ideal del matrimonio en el que fue educada. 

 Sojuzgará, pues, todos los impulsos que tienden a expresar la verdad y contradicen su ideal, y se esforzará en representar el papel de esposa amante, tierna y cuidadosa. Consecuencia de esta autoimposición será la enfermedad neurótica, la cual tomará en breve plazo completa venganza del esposo insatisfactorio, haciéndole víctima de tantas molestias y preocupaciones como le hubiera causado la franca confesión de la verdad. Es éste uno de los ejemplos más típicos de los rendimientos de las neurosis. La represión de otros impulsos no directamente sexuales, enemigos de la cultura, va seguido de un análogo fracaso de la compensación. Así, un individuo que, sojuzgando violentamente su inclinación a la dureza y la crueldad, ha llegado a ser extremadamente bondadoso, pierde de tal proceso, muchas veces, tan gran parte de sus energías que no llega a poner en obra todo lo correspondiente a sus impulsos compensadores y hace, en definitiva, menos bien del que hubiera hecho sin yugular sus tendencias constitucionales. Agregamos aún que, al limitar la actividad sexual de un pueblo, se incrementa en general la angustia vital y el miedo a la muerte, factores que perturban la capacidad individual de goce, suprimen la disposición individual a arrostrar la muerte por la consecuencia de un fin, disminuyen el deseo de engendrar descendencia y excluyen, en fin, al pueblo o al grupo de que se trate de toda participación en el porvenir. Ante estos resultados habremos de preguntarnos si nuestra moral sexual cultural vale la pena del sacrificio que nos impone, sobre todo si no nos hemos libertado aún suficientemente del hedonismo para no ingresar en los fines de nuestra evolución cultural cierta dosis de felicidad individual. No es, ciertamente, labor del médico la de proponer reformas sociales; pero he creído poder apoyar su urgente necesidad ampliando la exposición hecha por Ehrenfels de los daños imputables a nuestra moral sexual cultural con la indicación de su responsabilidad en el incremento de la nerviosidad moderna.

Sigmund Freud

(La moral sexual “cultural” y la nerviosidad moderna  I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX)

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